sábado, 4 de julio de 2020

El Ansia de Salvación: La Saga Metro como una terrible neutralización de toda Doctrina Soteriológica


Los seres humanos somos aquellos seres que nos preguntamos por una vida más allá de esta vida. Esta definición, si bien un tanto tendenciosa, fue expresada en distintas propuestas filosóficas: desde el incipiente platonismo ateniense hasta los apologistas cristianos como realidad, desde la antropología medieval hasta el idealismo como exigencia metafísica; y desde el criticismo hasta la posmodernidad como idealidad. De este modo, los abordajes en torno a la persistencia del alma en otra vida han atravesado la filosofía desde sus comienzos, en ocasiones coincidiendo con la religión dominante, en otros momentos separándose completamente de ella.


 
Es cierto que han existido multitud de filosofías que han negado la existencia de otra vida más allá de la presente. Así el epicureísmo y un cierto aristotelismo, incluida la versión de Pomponazzi. La modernidad, el existencialismo y la posmodernidad han servido para desmontar la necesidad de una inmortalidad del alma, por lo menos en el ámbito de las exigencias metafísicas, lógicas y antropológicas del saber. De tal modo que hoy en día puede uno lograr un doctorado sin saber, siquiera, si hay otra vida. Mas esta ignorancia no anula la pregunta.

Kierkegaard esbozaba un diagnóstico similar para nuestra época: “Está permitido, pues, hallar agradable y singular que en una época donde cada cual es capaz de las más grandes acciones, se encuentre tan extendida la duda sobre la inmortalidad del alma…” (Temor y Temblor, p, 84). Sin embargo, él mismo ha indicado que la cuestión por la mortalidad humana no es algo que se resuelva únicamente con la muerte física, pues es posible experimentar más de una vez la propia muerte: “se declara de este modo que nadie puede vivir la muerte sin antes haber muerto en realidad, lo cual me parece un punto de vista fruto del más grosero materialismo” (Temor y Temblor, p. 37). En definitiva, la pregunta por aquello que hay después de esta vida no es una cuestión que haya que responderse empíricamente (y las experiencias de ultratumba dicen poco), sino que se trata de una pregunta que se responde especulativamente, pues son los sentidos inscritos en tal respuesta los que llenan la vida de justificaciones y de orientaciones para la acción. Pues la pregunta por el más allá es la pregunta por la posibilidad de salvación (soteriología), es decir, es la cuestión de si podemos lograr en un más allá la felicidad que nos fue negada en el más acá.

De este modo la pregunta no es si existe un “más allá”, pues a lo que nos referimos no es a su existencia o inexistencia, sino a los sentidos de salvación que se siguen de los lugares propios de todas las mitologías de ultratumba: cielo, infierno, purgatorio, limbo, etc. La única validez de tales lugares es esta tierra. En consecuencia, la pregunta que nos podemos formular difiere un poco: en vez de “¿existe un más allá?” Podríamos formularnos la cuestión: “¿Qué significa que exista un más allá?” Hoy me aventuro a reconstruir una respuesta presente en los videojuegos, en particular los de la saga Metro.

Metro 2033, publicado en 2010, fue el primer juego de la saga, al que le siguieron Metro Last Light (2013) y Metro Exodus (2019). Basados en la saga de novelas de Dmitri Glujovski, cuenta las aventuras de Artyom en el Metro de Moscú. Tras la hecatombe nuclear, que ha originado una cantidad de fenómenos diversos contrarios a la naturaleza conocida, los seres humanos han adoptado un cierto inframundo como vivienda. La vida en el Metro replica las dinámicas propias de la vida humana fuera del Metro: pobreza y opulencia, fascismo y hermandad social, recuerdos de un viejo y de un nuevo mundo, etc. Cada juego tiene dos finales, uno de los cuáles sería el canónico y otro sería un final alternativo (curiosamente se les conocen con una connotación moral como final bueno y final malo, aunque no tienen una relación entre ellos. Es decir, la historia no es la sucesión de los buenos finales ni de los malos finales). El juego presenta una reflexión en torno a la soteriología, formulada por Khan, algún tipo de veterano de guerra, convencido de la dimensión espiritual que se ha desencadenado con todo ello. En el primer juego, Metro 2033, en la misión Fantasmas, al finalizar el tránsito por el túnel afirma lo siguiente:

“Parece que la devastación que provocamos fue total. El cielo, el infierno y el purgatorio también resultaron atomizados. Así que ahora, cuando un alma abandona un cadáver, no tiene adónde ir y se queda aquí, en el metro. Una penitencia dura, pero merecida, por nuestros pecados, ¿no te parece?”


La sentencia de Khan es poderosa en la ambientación del juego porque acabábamos de ver unos fantasmas, ante los cuáles la palabra quien no aplica, lo cuál revela su dimensión espectral. Así mismo, Khan revela que ese túnel tiene que revivir su pasado una y otra vez. Aquellos que tienen la poca fortuna de adentrarse en uno de esos momentos, acaban uniéndose a ese pasado. Lo que en términos de gameplay significa no tocar a los fantasmas, por lo menos durante le primer juego. Sin embargo, si algo caracteriza a los fantasmas es su torción temporal, pues aunque se encuentren en su espacio, se hayan en un tiempo en que no les corresponde (Derrida). Esta consideración, sumada a la idea previa de que incluso los lugares de premio y castigo del más allá quedaron atomizados tras la destrucción de esta tierra, nos hace preguntarnos ¿a dónde van los muertos en Metro? La respuesta nos la ha dado Khan: se quedan aquí, en el metro. Una penitencia dura, pero merecida.

Esta premisa adquiere toda su valía con el final de la saga, en particular con el final de Artyom en la saga. En el final malo (que dudaría de llamar así) de Metro Exodus Artyom no logra sobrevivir y muere por la radiación. Su agonía, entre un abrir y cerrar de ojos, en medio de las voces de sus seres queridos, se acopla a voces de personas ya idas. De repente Artyom se levanta y se encuentra en un tren, diferente al que marchaba con sus colegas y familia; se encuentra, digámoslo así, en un tren espectral, que viaja, sin detenerse y sin rumbo. Simplemente avanza. Se ven ratificadas, de este modo, las palabras de Khan cuando afirma que, tras la muerte, toda alma permanece en el Metro, y él mismo logra encontrarse con Artyom, de quien lamenta no contar con un destino más importante. Khan desaparece y Artyom sigue su viaje, rodeado de fantasmas, sobre los rieles de vagones que marchan a gran velocidad, sin rumbo.


 
Unamuno afirma que “Lo que en rigor anhelamos para después de la muerte es seguir viviendo esta vida, esta misma vida mortal, pero sin sus males, sin el tedio y sin la muerte” (El sentimiento trágico de la vida. XI, p. 216). La saga Metro nos materializa justamente esta postura y nos muestra cuán terrible es la inmortalidad, algo que el mismo Unamuno ya preveía. Lo que hacemos en esta vida carece de eco en la eternidad, pues el tiempo de nuestra vida no se diferencia mucho de ella. Vivir fuera del Metro habría sido impropio para la vida de Artyom, como lo sería para cualquier alma vivir una eternidad en un mundo en que no ha vivido antes. Cielo e infierno tendrían que tener la forma del Metro, y no obstante, allí ya habrían vivido todos los que pasarían la eternidad en tales túneles. Así que, en el fondo, la otra vida no es más que esta vida. Vivir en el Metro es lo que Artyom había hecho y lo que seguiría haciendo tras su muerte (al igual que nosotros en este mundo). En el Metro no había salvación, no podía haberla.  







lunes, 15 de junio de 2020

HACIA UNA FILOSOFÍA DE LA HISTORIA HECHA CON CONSOLAS



Hace pocos días se realizó el lanzamiento de la Ps5. Memes y chistes aparte, resultó ser un acontecimiento relevante en el mundillo de los videojuegos, pues con la publicación de esta consola se da paridad al anuncio de la Xbox series X del año pasado, y por tanto una nueva etapa en la historia de las consolas se asienta: la novena generación de consolas queda así formalmente completa.

Ahora bien, ante la sucesión de toda una historia de consolas, unas que se han adaptado, otras que se han extinguido y otras que juegan en sus propias ligas (haciendo una especie de zona intermedia), la consolidación de una novena generación de consolas permite hacernos una pregunta de carácter filosófico: ¿cuántas generaciones quedan antes de tener una consola definitiva?






Se trata de una pregunta que cualquier aficionado a los videojuegos se ha hecho alguna vez, con cierto anhelo: ¿podrán jugarse, algún día, todos los juegos en una consola? Inmediatamente emergen las respuestas obvias: nunca se podrá, porque cada empresa de consolas tiene sus exclusivos; o bien, nunca se podrá porque la retrocompatibilidad tiene un límite; etc. Es una historia que ya se ha visto: no todos los juegos antiguos son susceptibles de jugarse en consolas modernas, y solo con emuladores privados es posible volver a jugar creaciones de consolas que desaparecieron en las guerras del mercado.

No obstante, las respuestas opuestas resultan plenamente viables: Podrán jugarse todos los juegos cuando los servicios de streaming de videojuegos dominen el mercado (la promesa de Stadia); o bien, podrán jugarse todos los juegos cuando la arquitectura de cada una de las consolas sea compatible entre sí, y sus juegos resulten compatibles, inicialmente en el multijugador, y posteriormente en el modo campaña, etc. Es una historia que ya se ha visto en otro medio: A comienzos de los años 2000 existían los DVD según regiones; con el tiempo, aparecieron los lectores DVD multizona; finalmente el streaming dominó el mercado. Algo por el estilo parecería ser el futuro del videojuego.

Hegel, en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia insiste en que el filósofo no hace profecías (1994. Altaya. Barcelona. p. 177); sin embargo, en la misma obra él insiste que la comprensión racional de la historia implica su inteligibilidad en términos de una unidad (p. 76). Se trata de una tesis antigua, platónica por excelencia y clásica en toda la historia de la filosofía: la unidad es criterio de inteligibilidad. Así que para comprender algo, hay que entenderlo como una unidad. Las ciencias, naturales y sociales, han sabido dar unidad a sus objetos de estudio a partir de métodos y fundamentaciones epistemológicas. Si nos acercamos a la historia, ocurre lo mismo: si queremos comprenderla, aparentemente no tenemos otra opción que comprenderla en su unidad. Ahora bien, la pregunta subsecuente es: ¿qué le da unidad a la historia, si no conocemos el futuro? O en otros términos ¿cómo darle unidad a lo indeterminado?

En el ámbito de los videojuegos, tal unidad está supuesta en la pregunta que hemos planteado: pues supone la existencia de “una consola definitiva” tras la cual no haya más consolas, porque ella es la realización de la historia misma de las consolas de videojuegos. Si nos hacemos la pregunta, es plenamente posible que tal consola no exista, ni vaya a existir; pero tal postura no invalida el interrogante, pues la unidad en cuestión no está dada por la existencia o no de un simple aparato, sino por la realización de dos criterios que han articulado la historia de las consolas y dos criterios que han regido la experiencia de juego por parte del jugador. Hablamos así de dos criterios de las consolas: las posibilidades de rendimiento técnico y las posibilidades de desarrollo artístico; así mismo, hablamos de dos criterios del jugador: la posibilidad de expandir la experiencia de juego (desde controles que vibran hasta juegos multijugador, contenidos descargables, etc.) y la posibilidad de atesorar los juegos de antaño (rejugabilidad y retrocompatibilidad).



El modo en que estos criterios se han entrelazado han dado pie a diferentes etapas en la historia de las consolas: las primeras cuatro generaciones de consolas se esforzaron en establecer los rendimientos técnicos (desde los 8 hasta los 64 bits y más), así como en lograr un lenguaje propio de la expresión artística de los videojuegos (tanto en su narrativa como en su jugabilidad / gameplay). De la quinta a la octava generación se desarrollaron nuevamente los mismos criterios, pero se incluyeron algunos que apenas estaban presentes en las anteriores: la jugabilidad y rejugabilidad de los juegos, bien sea con cooperativo local, o con cooperativo online; la posibilidad de expandir la experiencia de juego con contenido descargable (que se ha vuelto la maldición para algunos juegos) y la retrocompatibilidad, que se ha visto alimentada por una “oda a la nostalgia”, permitiendo recuperar auténticas joyas que yacían en el limbo.




 
Las nuevas generaciones de consolas vuelven sobre estos aspectos y desarrollan sus propias perspectivas: la nueva Ps5 viene en versión estándar y versión digital, lo que afecta el modo de posesión de un juego, ya que la reventa del mismo se dificulta, o funciona por otros medios. Pero se trata, justamente, de temas técnicos que dinamizan los demás criterios: nuevas formas en que se comparten los juegos (como lo había sugerido inicialmente Microsoft con Xbox One), o bien nuevas formas en que se publican los mismos (favoreciendo la industria independiente, que usualmente está ligada a desarrollos artísticos novedosos).

En definitiva, ante la consolidación de la novena generación de consolas, podemos preguntarnos ¿cuándo llegará la consola definitiva? Quizás esta nunca llegue (y esta es mi respuesta más segura), pero los criterios que tendría tal consola, que denominamos como definitiva, son los mismos que se desarrollan hoy en día, a su manera y bajo las determinaciones técnicas, artísticas, políticas y del mercado, las consolas que se anuncian cada cierto tiempo.

El filósofo no hace profecías: las nuevas consolas son como las anteriores, tan solo un poco más veloces, algo más bellas, con más retrocompatibilidad y algo más de ampliación en la experiencia de juego. ¿Es eso poco para la vida de un gamer? Quizás la pregunta, entonces además de histórica, llega a ser antropológica, pues la pregunta no se trata de si viviremos para conocer todas las consolas del futuro, sino para tener todas las del pasado. Puede que la pregunta más acuciante que nos surge no sea por la consola definitiva, sino por la posibilidad de tener las que ya han sido: ¿cuántas consolas necesita un gamer? Ese es un tema para una próxima entrada.